Un hombre que dedicó su vida a la libertad, la justicia y la igualdad
Francisco Tomás y Valiente
- Nació en Valencia en 1932. Jurista e historiador español.
- Catedrático de historia de la Universidad de Salamanca (1964-1980).
- Magistrado del Tribunal Constitucional en 1980, del que fue nombrado presidente en febrero de 1986, contribuyó a perfilar la protección de los derechos y libertades enunciados en la Constitución.
- En 1989 fue reelegido por un período de tres años, al término del cual, y tras ser elegido académico de la Real Academia de la Historia (1991), regresó a la cátedra en la Universidad Autónoma de Madrid, en cuyo despacho fue asesinado por un miembro de ETA el 14 de febrero de 1996.
- Entre sus ensayos históricos destaca «La era isabelina», «El sexenio revolucionario», premio Nacional de Historia en 1981 y su ultimo libro «A orillas del Estado» (editorial Taurus), obra de ensayo en defensa de la tolerancia y la justicia, compendio de artículos periodísticos publicados por él en distintos periódicos.
En recuerdo de Francisco Tomás y Valiente
Un artículo de Antonio Muñóz Molina
A la persona y a la obra de Francisco Tomás y Valiente les debemos una lección suprema sobre el valor de las leyes. Entre nosotros, el comportamiento y las palabras no siempre se corresponden entre sí, y hay presuntos maestros cuyo descrédito sería inmediato si a lo que dicen se confrontara lo que hacen. Francisco Tomás y Valiente, en su vida pública, se dejó guiar por los mismos principios de defensa de la legalidad democrática que explicó tan luminosamente por escrito, y a su tarea de jurista unió con claridad admirable la de pedagogo, en el sentido más noble de la palabra.
Un maestro como Tomás y Valiente es imprescindible en un país donde ni las leyes ni el Estado tienen mucho prestigio, y donde la pillería con frecuencia recibe más aprecio que la rectitud. Recién salidos de una dictadura, considerábamos con razónó que las leyes no eran legítimas, y que el Estado era un gran aparato de oscurantismo y opresión. A lo largo de los años, y con la ayuda de hombres eminentes e íntegros como Tomás y Valiente, el Estado se fue convirtiendo en la expresión de la legalidad democrática, y las leyes, empezando por la primera de todas, la Constitución, emanaron limpiamente de la soberanía popular, pero las actitudes hacia ellas no se fueron modificando en igual medida: un leninismo contumaz y fósil seguía viendo al Estado como la encarnación del enemigo de clase, mientras que para los radicales o los conversos al liberalismo económico más extremo el Estado era una antigualla que entorpecía el dinamismo del Mercado. En cuanto a las leyes, en España no hay conciencia de que deban ser respetadas ni cumplidas, a veces ni por parte de quienes tienen más directamente encomendada esa tarea. Las leyes, para el extremista, son límites opresivos a la libertad. Para el sinvergüenza o el cínico, son espantapájaros que sólo impresionan a los tontos. Para quien gobierna, demasiadas veces, las leyes son obstáculos a su santa voluntad.
Tomás y Valiente, frente a los denostadores del Estado, lo defendió como el ancho espacio de lo público, como el instrumento para la salvaguarda de los derechos de la ciudadanía y para ese impulso de justicia e igualdad sin el cual no se sostiene una democracia. También enseñó, con su trabajo, con su comportamiento, con sus artículos de prensa, que las leyes son las formas que adopta el acuerdo mayoritario de los ciudadanos, no los límites opresores de la libertad sino la garantía de su ejercicio. El límite, nos recuerda Claudio Magris, es un atributo de la forma, la línea fértil que define la identidad de las personas y las cosas en el desorden del mundo.
En España, en ciertos medios que deberían ser algo más ilustrados, la demagogia del descrédito de las leyes, o incluso de su negación nihilista, sigue gozando de mayor prestigio que la defensa razonada de la legalidad, de la templanza pública, del respeto de unas ciertas normas sin las cuales lo que hay no es más libertad, sino barbarie. El Estado democrático no es el gran mecanismo de la opresión, sino la garantía de un cierto equilibrio entre los más fuertes y los más débiles, igualados ante la ley por la condición mutua de la ciudadanía. Por supuesto que el Estado comete abusos: precisamente para castigarlos están las leyes. Si dejan de cumplirse las leyes, quien sale perdiendo siempre es el débil, y la impunidad de quien abusa o actúa como verdugo es una afrenta más para la víctima. Tomás y Valiente también nos enseñó y nos dió el ejemplo de que en la democracia el cumplimiento de los deberes es tan necesario y tan sagrado como el ejercicio de los derechos. Que cada palo aguante su vela. El paso del tiempo agranda su ejemplo y hace más desolada y dolorosa su ausencia, más necesario su magisterio ilustrado de trabajo bien hecho y de ciudadanía.